Pauline Kael y Wes Anderson
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Pauline en su escritorio. Criticaba con lápiz y papel. |
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Academia Rushmore está protagonizada por Jason Schwartzman, Olivia Williams y Bill Murray. |
A continuación reproduzco el relato de Wes Anderson aparecido en el New York Times tal y como lo tradujo el escritor Rodrigo Fresán en uno de sus blogs, (tiene un par), nadie mejor que el propio Anderson para contarlo:
My Private
Screening With Pauline Kael.
By Wes Anderson.
Yo quería mostrarle la película a Pauline Kael. Había conseguido su número espiando la agenda de alguien hacía algunos años. Así que la llamé.
–Hola. Mi nombre es Wes Anderson. Quisiera hablar con Pauline Kael, por favor.
Yo había reconocido de inmediato su voz en el teléfono (a
partir de una cinta grabada con una entrevista que le habían hecho en El Show
de Dick Cavett), pero quería darle la oportunidad de presentarse a sí misma.
Lo que sigue son mis recuerdos de esa conversación (1).
–¿Con quién hablo? –dijo ella con el inequívoco tono de quien sospecha algo.
Hice una pausa.
–Soy cineasta y acabo de terminar una película
titulada Rushmore y pensé que…
–¿Cuánto dura?
–Noventa minutos.
–¿Noventa?
–O
tal vez un poquito menos. Más o menos noventa –dije.
–Ese es un Rushmore muy
largo.
Me
callé. Pensé que ella acaba de hacer un chiste que yo no había entendido.
–Bueno, sí, pero tiene buen ritmo –dije.
–¿Qué hiciste en esa película?
–La dirigí.
–¿Quién actúa?
–Bill Murray.
Ese era mi as en la manga. Sabía por sus críticas que Bill Murray era uno de
sus comediantes favoritos.
–¿Cuál Bill Murray?
Silencio otra vez.
–El Bill Murray. Ya sabe, Bill
Murray. A usted le encanta Bill Murray.
–¿En qué otra película actuó?
Mi
mente se puso en blanco.
–¿En qué película actuó? –repetí. Sólo podía pensar en una y entonces dije–: Meatballs.
No pareció causar ningún efecto. “Ya lo reconocerá cuando lo vea”, sugerí.
Kael rió con cierta dificultad y dijo: “OK”. Luego me preguntó si ésa era mi primera película y le dije que no, que había dirigido otra titulada Bottle Rocket.
Otro silencio.
–Bueno, esperemos que la nueva no resulte tan desarticulada como la anterior.
Pensé un segundo y pregunté:
–¿Qué quiere decir con “desarticulada”?
No me respondió. Esperé. De pronto, Kael ordenó: “OK.
Envíame un video” (2).
–La verdad es que preferiría proyectársela en un cine. ¿Hay alguno cerca de su
casa?
–Está el Triplex –dijo luego de hacer una pausa.
–Permítame entonces proyectársela en el Triplex.
–¿Y cómo vamos a conseguir eso? –preguntó escéptica.
–El estudio se encargará de todo.
–Va a salirles caro.
–No importa. Les enviaremos la cuenta.
Esto último pareció gustarle.
–OK. Les enviaremos la cuenta…
Y
agregó que ella no manejaba, así que “alguien tendría que pasar a buscarla y
llevarla hasta el cine”.
–Yo lo haré. ¿Cómo llego a su casa?
–No tengo ni idea.
–Perfecto. Ya me las arreglaré.
Todo
se organizó y unas semanas después conduje desde Cambridge hasta la casa de
Kael en Great Barrington, Massachusetts. Llevaba conmigo algunas galletitas que
pensaba ofrecerle durante la película.
Su casa estaba recubierta por paneles de madera (3), era muy
grande, y alcancé a ver a un ciervo mientras me acercaba con el auto por el
camino que llevaba hasta la entrada. Llamé a su puerta con mosquitero –la otra
estaba abierta– y ella me miró desde el otro lado. Estaba sentada en una silla
de madera. “Dios mío, eres un niño”, dijo.
Me pidió que abriera la puerta. Lo intenté. Le dije que
estaba trabada. Me advirtió que la cerradura llevaba rota veinte años (4) y
que debería volver a intentarlo con más cuidado que fuerza. Me dijo que estaba
segura de que llevaba veinte años así porque acababa de pagar la última cuota
de la hipoteca de su casa. Manipulé el picaporte durante un minuto y por fin
conseguí abrirla. Nos dimos la mano y dije: “Es un placer conocerla, ¿cómo está
usted?”.
“Vieja”, respondió.
Era muy bajita y se incorporó lentamente con la ayuda de uno de esos andadores
de cuatro patas. Los dos llevábamos flamantes zapatillas marca New Balance.
Kael tiene mal de Parkinson, lo que la hacía temblar un poco y le restaba buena
parte de su estabilidad. Me dijo que había estado en el hospital con meningitis
la semana anterior a mi llamada telefónica, lo que explicaba que hubiera
olvidado quién era Bill Murray. Me advirtió que tendría que tomarla de la mano
y ayudarla a desplazarse; le dije que sería un placer. Fuimos caminando hasta
el auto.
Camino al
cine me dijo que se había tomado la libertad de invitar a su amiga Dorothy.
“Hubiera convocado a todo un grupo de conocidos, pero no quería arrastrar a
mucha gente por si la película era muy mala”, me explicó.
Asentí y me estacioné en una calle junto al cine.
Había una comisaría pegada a la sala, y me detuve frente a ella.
–No puedes estacionar frente a una estación de policía, Wes –me dijo Kael.
–Oh, no creo que haya problemas.
Kael sacudió su cabeza con cierta resignación. Me dijo que eso probaba
definitivamente que yo era un director de cine. Nadie salvo un director de cine
se creería autorizado a estacionar en doble fila frente a una comisaría,
comentó casi con tristeza. Salí del auto y fui a abrir la puerta del lado de
Kael. Un oficial se acercó para decirme que corriera mi vehículo; le dije que
sólo sería un momento, que acompañaría a la señora Kael hasta la entrada del
cine y volvería a correrlo. Me miró con frialdad y sin decir palabra. Kael continuó
sacudiendo su cabeza.
Llegamos
al vestíbulo y me presentó a Dorothy.
–Este es Wes Anderson y es el responsable de lo que sea que vayamos a ver.
Kael
agregó entonces que debería pensar en cambiar mi nombre.
–Wes Anderson es un nombre horrible para un director de cine –comentó.
Dorothy dijo estar completamente de acuerdo con ella.
Volví corriendo a mover el auto, lo estacioné a la vuelta del cine y luego subí
hasta la cabina del proyector para avisarles que estábamos listos. Al entrar en
la sala descubrí a Kael y a Dorothy sentadas en la última fila de butacas.
–Me gusta ver la pantalla entera –me explicó Kael.
Les ofrecí unas galletitas y Kael comenzó a masticar una de inmediato.
–Estas galletitas no están hechas con mantequilla, ¿verdad?
–Me temo que es probable que sí tengan mantequilla –le dije.
–Se supone que no tengo que comer mantequilla –dijo sin dejar de masticar una
tras otra. Entonces empezó la película. Kael y Dorothy no emitieron sonido
alguno durante algo así como una hora. Entonces Dorothy, que trabajaba como
agente de bienes raíces, recibió una llamada en su teléfono móvil, se puso de
pie, salió de la sala y ya nunca volví a verla en mi vida. Un rato después, la
película terminó y ayudé a Kael a levantarse y salimos de la sala.
–No sé qué es lo que has hecho, Wes –me dijo.
Asentí.
–La gente que te dio el dinero, ¿leyó antes el guión? –me preguntó.
–Sí. Suelen funcionar de ese modo –le respondí con el ceño fruncido.
Bajamos los escalones que llevaban a la calle. “Preguntaba por las dudas”, dijo
Kael. El auto estaba estacionado a unos pocos metros.
–Este es el momento en que tendría que decirte que no te preocupes si tienes
que llevarme en brazos porque no peso mucho. Unos cincuenta kilos. El problema
es que no creo que tú llegues a los cincuenta kilos, ¿verdad?
No le respondí. La ayudé a acomodarse en el auto, guardé su andador, cerré la puerta. Lo cierto es que estaba bastante desilusionado por la reacción de Kael ante mi película. Ella era probablemente la crítica de cine más influyente de todos los tiempos y era, definitivamente, mi favorita. Comencé a leerla en The New Yorker, en la biblioteca de mi secundaria, y sus libros siempre me sirvieron como la mejor guía para saber cuáles eran las películas imperdibles y cómo aprender viendo los films de otros directores. Había pasado muchos años soñando con este momento, había recorrido grandes distancias. Entré en el auto y Kael dijo lo que me sonó como la última palabra sobre todo el asunto:
“Verdaderamente no sé
qué pensar de esta película”, insistió, y parecía que ésa era la conclusión a
la que había llegado; al menos así de enfático me sonó a mí.
La
llevé de regreso a su casa y Kael me invitó a pasar a su estudio para conversar
un rato. Mientras subía por las escaleras se aferraba a la baranda y me comentó
que desearía que hubiera barandas en todas partes, en las veredas y en los
restaurantes. “Son un gran invento”, dijo.
La
casa estaba llena de libros, las habitaciones eran amplias, con muchas
ventanas. Me llevó hasta un closet lleno hasta el techo de cajas. Me dijo que
eran ejemplares de todos sus libros y que escogiera todos los que me
interesaran. Eran primeras ediciones, y me hubiera llevado docenas de ellos,
pero al final escogí sólo un par.
Le pedí que me dedicara uno y me advirtió que esto podía
demorar unos cuantos minutos. El Parkinson le hacía muy difícil escribir. Por
eso había renunciado a The New Yorker. Le
pregunté si alguna vez había dictado una crítica de cine y me respondió: “Creo
que siempre escribí más con mi mano que con mi cerebro”. Y agregó que ya nunca
volvería a escribir una crítica.
–Encantado de saberlo –le dije, pensando en la crítica
de Rushmore que jamás firmaría. Me miró desde
el sillón. Sonrió débilmente.
Nos quedamos un buen rato hablando de películas mientras ella me dedicaba el
libro y, cuando me lo entregó, le dije que ya era hora de irme. Tenía que
volver a Nueva York y estaba oscureciendo.
Me acompañó hasta la puerta y conversamos un poco más. Me
dijo que siguiésemos en contacto y nos dijimos adiós. No leí su dedicatoria
hasta sentarme en la cama de mi habitación de hotel en Manhattan. Decía: “Para Wes
Anderson, con afecto y cierta intriga. Pauline Kael”.
Owen Wilson y yo le dedicamos a Pauline Kael el guión
de Rushmore cuando, al año siguiente, se editó en
forma de libro.
*******
Notas
(1) Le envié estas páginas a Kael para que las viera. Las leyó
y me llamó por teléfono y sugirió cuatro cambios. Le de dedicado una nota al
pie a cada uno de ellos. El primero es que –según ella– sería conveniente que
yo agregara esta frase: “Lo que sigue son mis recuerdos de esa conversación”
(Kael añade que en más de una ocasión he parafraseado lo que ella en realidad
dijo).
(2) Más tarde, Kael me explicó su comentario sobre Bottle
Rocket. Me dijo: “Era desarticulada, pero tenía varios buenos momentos”. Cuando
se lo recordé, le dije que me había dicho que “era desarticulada, pero tenía
algunos buenos momentos”. “No –me corrigió Kael–, dije que tenía varios buenos
momentos. Lo que es mejor que decir algunos buenos momentos.”
(3) Kael me dice que, en realidad, su casa está recubierta de
“piedra y pizarra”.
(4) Kael dice: “La cerradura ha estado endurecida desde hace
años, no rota”.
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